Durante décadas, el sarampión fue una de esas enfermedades que, para las generaciones más jóvenes, existían solo en los libros de historia o en los relatos de sus padres. Gracias a los avances científicos y a las agresivas campañas de vacunación, habíamos logrado relegar esta amenaza altamente contagiosa y potencialmente mortal a un recuerdo lejano. Sin embargo, las noticias recientes son una clara y alarmante campanada de advertencia: el sarampión ha resurgido en América, y lo ha hecho con una fuerza que creímos erradicada.
Según la Organización Panamericana de la Salud (OPS), en lo que va de 2025 se han notificado más de 12,596 casos confirmados en la región, una cifra que multiplica por diez los reportes del mismo período del año anterior y que ya supera el total de casos de los últimos cuatro años combinados. La Organización de las Naciones Unidas (ONU) ha alertado sobre brotes significativos en al menos ocho países, con situaciones particularmente graves en México, Chile, Brasil y Canadá. Estos no son números abstractos; son niños y adultos enfrentando fiebre alta, erupciones cutáneas y el riesgo real de complicaciones severas como neumonía, encefalitis e incluso la muerte.
¿Cómo es posible que estemos retrocediendo en una batalla que ya habíamos ganado? La respuesta no es un misterio. Los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades de Estados Unidos (CDC) son contundentes al señalar que el sarampión se propaga rápidamente en grupos de personas no vacunadas. El principal combustible de este resurgimiento es el declive en las coberturas de vacunación. La pandemia de COVID-19 interrumpió drásticamente los servicios de inmunización rutinarios, dejando a millones de niños sin su protección esencial. Pero este no es el único factor.
A esta brecha de inmunidad creada por la crisis sanitaria se le suma un fenómeno igualmente peligroso: la desinformación y la creciente reticencia vacunal. En una era donde las noticias falsas circulan más rápido que los virus, mitos infundados sobre los efectos secundarios de la vacuna triple viral (que protege contra el sarampión, las paperas y la rubéola) han calado en una parte de la población, llevando a padres a tomar la decisión, basada en el miedo y no en la ciencia, de no vacunar a sus hijos. El resultado es la creación de grupos de susceptibilidad, comunidades donde el virus encuentra el caldo de cultivo perfecto para propagarse sin control.
El sarampión es un "termómetro" de la salud pública de una sociedad. Su reaparición es un síntoma de un sistema de salud debilitado y de un contrato social vulnerado. La vacunación no es sólo un acto de protección individual; es un pacto colectivo. Protegemos a nuestros hijos y, al hacerlo, protegemos a los recién nacidos que aún no pueden ser vacunados, a los niños con sistemas inmunológicos comprometidos por el cáncer y a toda la comunidad mediante la inmunidad de rebaño.
Ante este panorama, la solución requiere una acción concertada y urgente. No basta con lamentar las cifras. Es imperativo que los gobiernos y las autoridades sanitarias prioricen la recuperación de los programas de vacunación, llevándolos de manera activa a las comunidades más vulnerables y remotas. Se necesita una campaña de comunicación masiva, clara y basada en evidencia para contrarrestar la desinformación y recuperar la confianza pública en una de las herramientas médicas más seguras y efectivas de la historia.
El resurgimiento del sarampión es una reversión innecesaria y peligrosa. Nos enfrentamos a una encrucijada: podemos permitir que el miedo y la negligencia nos hagan retroceder décadas de progreso, o podemos reafirmar nuestro compromiso con la ciencia y la solidaridad colectiva. La elección es nuestra, y las consecuencias, literalmente, vitales.