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Ley de Aguas: Una visión a corto plazo que amenaza la soberanía alimentaria de México.

Ley de Aguas en México. Cómo perjudica a productores, genera incertidumbre y amenaza la soberanía alimentaria con su enfoque centralizador.

Opinión
Hace 8 días

La aprobación de la nueva Ley General de Aguas por las Cámara de Diputados y Senadores, ha desatado una de las controversias más significativas del año en materia de política pública. Aunque el gobierno de Claudia Sheinbaum defiende la norma como una herramienta necesaria para evitar la sobreexplotación del recurso, el sector agrícola y expertos independientes alertan sobre una serie de contras que, lejos de resolver la crisis hídrica, podrían profundizarla, perjudicar gravemente a los productores y comprometer la ya frágil seguridad alimentaria del país.

El principal argumento oficial, expuesto por la propia presidenta es la necesidad de ordenar el uso del agua y priorizar el consumo humano. Nadie puede estar en desacuerdo con este objetivo en principio. Sin embargo, el diablo está en los detalles operativos, y es ahí donde la ley revela sus debilidades más peligrosas. La normativa establece un sistema de concesiones más rígido y centralizado, otorgando a la autoridad federal un poder discrecional sin precedentes para redistribuir el agua, lo que en la práctica podría traducirse en una politización del recurso más que en una gestión técnica del mismo.

Para los productores del campo, especialmente los pequeños y medianos, esta ley representa una amenaza existencial. El sistema propuesto, podría generar incertidumbre jurídica sobre la tenencia de las concesiones vigentes, afectando su capacidad para planificar ciclos agrícolas y acceder a créditos. La agricultura es una actividad de largo plazo; un agricultor siembra hoy pensando en la cosecha de meses adelante. Si su derecho al agua está sujeto a revisiones discrecionales y a la posibilidad de que le sea reducido o cancelado en aras de una "redistribución", se desincentiva la inversión en tecnologías de riego eficiente y se promueve, irónicamente, un uso más cortoplacista y extractivo del recurso.

Uno de los puntos más criticados es la falta de distinción clara entre los usos del agua. La ley parece tratar de manera similar a un agricultor que usa el agua para producir alimentos y a una empresa embotelladora que la comercializa. Esta equiparación es injusta y contraviene el principio de que el agua para la producción de alimentos debe tener un estatus prioritario, pues de ella depende la soberanía alimentaria de la nación. Castigar con la misma vara a quien cultiva maíz y a quien vende agua en botella de plástico es un error conceptual grave.

La centralización de la gestión en la autoridad federal, aprobada en una sesión exprés, ignora la realidad geográfica y social de México. Los problemas hídricos son fundamentalmente locales y de cuenca. Lo que funciona en el norte árido no aplica en el sur tropical. Una ley que no empodera a los consejos de cuenca ni a los usuarios locales, y que concentra las decisiones en escritorios de la Ciudad de México, está condenada a la ineficacia. Se necesitan soluciones adaptadas, no un molde único impuesto desde el centro.

Además, la ley se enfoca predominantemente en el control y la redistribución, pero dedica una atención insuficiente al fomento de la infraestructura hídrica y a la remediación. México pierde cerca del 40% del agua por fugas en redes de distribución obsoletas. En lugar de priorizar una inversión masiva en modernización de infraestructura, captación de agua pluvial y tratamiento de aguas residuales, la norma opta por el camino más fácil y conflictivo: repartir un pastel que se hace cada vez más pequeño, en lugar de hacer crecer el pastel.

El riesgo de corrupción y clientelismo en la asignación de concesiones bajo este nuevo esquema es enorme. En un país con una tradición de uso político de los recursos públicos, conceder tanta discrecionalidad a un órgano federal abre la puerta a que el agua se utilice como moneda de cambio político, premiando la lealtad y castigando la disidencia. Esto ya ocurre a nivel local en muchos estados; escalarlo a nivel nacional sería catastrófico.

Finalmente, la ley parece olvidar que el problema del agua no se resolverá solo con regulación. Requiere una política de Estado integral que incluya: 1) Inversión histórica en infraestructura de riego tecnificado; 2) Programas de reconversión cultivos en zonas de estrés hídrico; 3) Investigación y desarrollo de semillas resistentes a la sequía; 4) Un verdadero combate a la contaminación de ríos y mantos freáticos; y 5) Educación masiva sobre el uso responsable del agua.

La prisa con la que se aprobó esta ley, en una sesión maratónica y con una oposición dormida y como cómplice, es tan preocupante como su contenido. Sugiere que primó la urgencia política sobre la deliberación técnica. El agua es el recurso más vital para el futuro de México. Merecía un debate amplio, plural e informado, no un trámite nocturno. Los productores, que son los primeros interesados en usar el agua de manera eficiente porque de ella depende su sustento, han sido percibidos como adversarios en lugar de aliados. Hasta que no se corrija este enfoque, la nueva Ley de Aguas será, en el mejor de los casos, una oportunidad perdida y, en el peor, el detonante de una crisis agrícola y social de proporciones históricas. La soberanía hídrica y la alimentaria son dos caras de la misma moneda. Debilitar una es poner en riesgo la otra.