Han transcurrido trece años desde que Felipe Calderón abandonó Los Pinos y siete desde que Morena asumió el poder con la promesa de una "transformación" nacional. Sin embargo, al escuchar el discurso oficial sobre seguridad pública, pareciera que el reloj político se detuvo en 2012. La reciente declaración de la presidenta Claudia Sheinbaum culpando a Calderón y a Enrique Peña Nieto por la violencia en Michoacán no es un hecho aislado; representa la cristalización de una estrategia política que ha convertido al expresidente panista en el chivo expiatorio perpetuo de todos los males nacionales. Si bien es históricamente incontrovertible que las decisiones de gobiernos anteriores tienen consecuencias, la insistencia en esta narrativa después de siete años en el poder ya no explica la realidad, la evade. Es urgente preguntar: ¿hasta cuándo podrá estirarse la liga de la culpa ajena antes de que se rompa definitivamente la credibilidad gubernamental?
Es incuestionable que la "guerra contra el narco" iniciada por Calderón en 2006 marcó un punto de inflexión en la violencia del país. Su estrategia, basada en la confrontación directa con los cárteles utilizando a las Fuerzas Armadas, tuvo consecuencias profundas y en muchos casos devastadoras para la seguridad pública. Sin embargo, sostener que todos los males actuales son responsabilidad exclusiva de una administración que concluyó en 2012 constituye un ejercicio de simplificación que bordea el absurdo histórico. Siete años representan un período más que suficiente para que cualquier gobierno, especialmente uno que se autodenomina "transformador", diseñe, implemente, evalúe y corrija su propia estrategia de seguridad. La incapacidad de hacerlo y el recurso constante a señalar hacia el pasado sugieren, en el mejor de los casos, una alarmante carencia de ideas nuevas y, en el peor, una deliberada negativa a asumir la complejidad del problema.
La realidad en estados como Michoacán, Guerrero, Zacatecas o Sinaloa es que la violencia no solo no ha cedido, sino que en múltiples dimensiones se ha recrudecido y transformado. Los cárteles han evolucionado, se han fragmentado y han diversificado sus fuentes de ingreso hacia la extorsión sistemática, el huachicol fiscal, el contrabando y el control territorial absoluto. Frente a esta nueva y compleja realidad, el discurso de "fue culpa de Calderón" suena cada vez más hueco y desconectado. Es como si un médico, tras siete años tratando a un paciente crítico, siguiera culpando exclusivamente al primer médico por el deterioro del enfermo, sin asumir responsabilidad alguna por su propio diagnóstico, tratamiento y evolución del caso.
Este relato, amplificado por medios afines, cumple una función política inmediata: desviar la atención, unificar a la base electoral frente a un enemigo común del pasado y eludir el escrutinio sobre los fracasos presentes. Es una estrategia de comunicación efectista en el corto plazo, pero como política de Estado representa un fracaso monumental. Le dice a los ciudadanos que viven el terror cotidiano de la violencia que su sufrimiento actual es producto de un fantasma, eximiendo de responsabilidad a las autoridades que hoy tienen en sus manos todos los recursos del Estado para combatirla.
La oposición, ha sido rápida en señalar esta contradicción, calificando estas acusaciones de evasivas y oportunistas. Si bien su crítica responde evidentemente a intereses políticos, no deja de apuntar hacia una verdad incómoda e ineludible: la retórica del chivo expiatorio tiene un límite temporal. Ese límite se sobrepasó hace ya varios años, y su persistencia hoy solo profundiza el cinismo ciudadano hacia la clase política en su conjunto.
La presidenta Sheinbaum se encuentra en una encrucijada definitoria. Puede continuar por el camino fácil y gastado de la culpa eterna, una ruta que, aunque le brinda un respiro temporal en los titulares, erosiona día a día la credibilidad de su gobierno y, lo que es más grave, la confianza de la ciudadanía en que el Estado puede resolver sus problemas más apremiantes. O puede elegir el camino difícil, pero indispensable, de la responsabilidad y la rendición de cuentas.
Asumir la responsabilidad no significa admitir un fracaso absoluto. Significa, en primer lugar, reconocer con honestidad intelectual que la estrategia de seguridad actual, una evolución de la llamada "abrazos, no balazos", tiene claras y evidentes limitaciones frente a la brutalidad sofisticada de los grupos delictivos que controlan el territorio nacional. Significa evaluar con datos duros y sin sesgos ideológicos qué ha funcionado y qué no, dónde hemos avanzado y dónde hemos retrocedido.
En segundo lugar, implica tener la valentía política de innovar y rectificar. México necesita con urgencia una estrategia de seguridad de tercera generación que combine inteligencia de alto nivel, ataque sistemático a las finanzas del crimen, recuperación integral del territorio con presencia estatal (no solo militar) y una impartición de justicia local eficaz y expedita. Una estrategia que trascienda los binomios simplistas entre militarización pura y pacificación sin aplicación de la ley.
Finalmente, asumir la responsabilidad exige comunicar con transparencia y respeto a la inteligencia ciudadana. En lugar de culpar a Calderón por un hecho violento ocurrido en 2025, la ciudadanía merece y exige escuchar un informe claro y detallado sobre qué se está haciendo hoy, en este momento preciso, para detener la violencia; cuáles son los obstáculos concretos y cuál es el plan de acción para los próximos seis meses, con metas medibles y mecanismos de evaluación.
La sombra de Felipe Calderón es larga, pero no es infinita. Estirar la liga de la culpa por trece años es un acto de prestidigitación política que ya no convence a nadie más allá de los círculos más fervorosos. Los mexicanos merecen más que un gobierno que señala al pasado; necesitan y exigen uno que asuma el presente con valentía, que se haga cargo de los problemas de hoy con soluciones de hoy, con liderazgo y con un plan claro. La seguridad de los ciudadanos, su derecho fundamental a vivir sin miedo, no puede seguir siendo rehén de una narrativa política que agotó su fecha de caducidad. Es hora de dejar de culpar al pasado y empezar a asumir la responsabilidad del presente para poder cambiar el futuro.