En un país donde millones de mexicanos sobreviven con salarios mínimos, donde la canasta básica se vuelve inalcanzable para familias trabajadoras y donde el desabasto de medicamentos afecta a los más vulnerables, la Cámara de Diputados ha decidido enviar un mensaje contundente de auto-premiación. El aumento salarial para los legisladores en 2025-2026, reportado por medios nacionales, no es solo una cuestión de números; es un acto de profunda desconexión que evidencia la existencia de una casta política que se rige por reglas distintas a las del pueblo al que dice representar.
Las cifras son reveladoras. Mientras un mexicano promedio debe trabajar arduas jordanas para ganar lo que el salario mínimo establece para un día, un diputado federal percibirá, según los reportes, un sueldo anual que supera un millón 300 mil pesos, ¡Únicamente de su dieta! Esta cantidad no incluye el vasto conjunto de prestaciones y gastos operativos que normalmente eclipsan el salario base mismo: viáticos, apoyos para transporte, seguros de gastos médicos mayores, fondos para asistencia social y, quizás lo más polémico, el llamado "fondo de austeridad" que reciben al finalizar su encargo. Y por si esto no bastara, ahora se han autorizado un "apoyo" para pago de ISR, para que a ellos no les afecte el pago de impuestos y reciben su salario íntegro, a diferencia del resto de mexicanos. Esta burbuja de privilegios crea una realidad paralela, donde los problemas cotidianos de los ciudadanos – el transporte público inseguro, la lucha por pagar la luz, la angustia por no alcanzar el aguinaldo – se vuelven situaciones lejanas y desconocidas para ellos.
El argumento que suele esgrimirse es la "dignificación" del cargo y la necesidad de atraer "talentos". Este es un razonamiento falaz. En primer lugar, un salario que multiplica por decenas el ingreso promedio no "dignifica", sino que distancia. Crea una barrera de clase infranqueable entre el representante y el representado. ¿Cómo puede un legislador, que gana en un día lo que un obrero en un mes, entender las urgencias de la economía popular? En segundo lugar, la calidad de la representación política no se mide por el nivel salarial, sino por la integridad, la preparación y el compromiso genuino con la gente. La historia reciente está llena de ejemplos de legisladores con sueldos estratosféricos cuyo desempeño ha sido mediocre o, peor aún, manchado por la corrupción.
Este aumento se da en un contexto económico nacional particularmente adverso. Es una bofetada a la "austeridad republicana" que se pregona desde el gobierno. Mientras se exige a las familias apretarse el cinturón y se justifican recortes en programas sociales con el argumento de la disciplina fiscal, los diputados se conceden a sí mismos un generoso incremento. Esta doble moral es el combustible del cinismo y la desconfianza ciudadana. Le dice al pueblo, de manera clara y cruda, que existen dos Méxicos: uno que sufre las crisis y otro que se blinda de ellas desde sus privilegios.
El verdadero talento que necesita la política mexicana no se compra con sueldos millonarios. Se cultiva con vocación de servicio, con transparencia y con rendición de cuentas. Un diputado bien remunerado no es sinónimo de un buen diputado. Un buen diputado es aquel que está en contacto permanente con su distrito, que legisla con base en evidencia y no en intereses creados, que ejerce un control presupuestal riguroso y que vive en una realidad similar a la de sus electores.
La solución no pasa necesariamente por reducir los salarios a niveles simbólicos, sino por construir un sistema de compensación racional, transparente y vinculado al desempeño. Un sistema donde los aumentos estén atados a metas medibles de productividad legislativa, a la reducción de gastos operativos suntuosos y, sobre todo, a la evolución del salario mínimo y el poder adquisitivo de los mexicanos. Si la economía va mal, los representantes del pueblo deben ser los primeros en sentir el impacto, no los primeros en blindarse.
El mensaje que este aumento envía es devastador para la ya de por sí frágil confianza en las instituciones. Refuerza la narrativa de que la política es un negocio, un trampolín para el enriquecimiento y la influencia, y no un espacio para el servicio público. Alimenta la percepción de que la clase política es una élite extractiva que gobierna para sí misma.
En un momento donde la polarización y el desencanto amenazan la cohesión social, este acto de auto-gratificación es un lujo que el país no puede permitirse. Los diputados tienen en sus manos la oportunidad de rectificar, de rechazar este aumento y de iniciar un debate serio sobre una reforma integral a su sistema de remuneraciones. Deben demostrar con hechos, no con discursos, que entienden la realidad del país y que su compromiso es, ante todo, con la gente que los eligió. La legitimidad de la democracia no se gana en las urnas una vez cada tres años; se gana, o se pierde, todos los días, con actos de congruencia como este. El aumento salarial de los diputados no es solo una línea en el presupuesto; es un examen de ética que, por ahora, la clase política está reprobando ante la ciudadanía.