El anuncio de la inauguración de la primera planta de hidrógeno verde en Querétaro ha generado un comprensible entusiasmo en los círculos energéticos y ambientales del país. Según reportan medios especializados, con una inversión de 100 millones de pesos, esta planta representa un hito simbólico en la lenta pero inexorable transición energética de México. Sin embargo, detrás de los titulares optimistas y las fotografías de corte de listón, se esconde una realidad más compleja que merece un análisis sereno y crítico. ¿Estamos presenciando el amanecer de una nueva era energética para el país, o simplemente admirando un oasis en medio de un desierto de contradicciones políticas y limitaciones estructurales?
El hidrógeno verde –producido mediante electrólisis del agua usando electricidad proveniente exclusivamente de fuentes renovables– es considerado por muchos expertos como el "combustible del futuro". Su potencial es innegable: puede descarbonizar sectores donde la electrificación directa es complicada, como el transporte pesado, la industria cementera y la siderúrgica. La planta de Querétaro, que según tendrá una capacidad inicial de 20 toneladas al año, es una prueba de concepto vital. Demuestra que la tecnología es viable en el contexto mexicano y sienta un precedente regulatorio y técnico para proyectos futuros. Es, sin duda, un primer paso necesario y loable.
No obstante, sería un error tomar este paso como una señal de que México está listo para integrarse de lleno a la economía global del hidrógeno. La escala de esta planta es modesta, casi testimonial si se compara con los megaproyectos que se desarrollan en países como Chile, Arabia Saudita o Australia. Mientras otras naciones están invirtiendo miles de millones de dólares en una carrera por posicionarse como exportadores líderes, México da sus primeros y titubeantes pasos con una instalación que, por el momento, parece orientada principalmente al mercado local y a la demostración tecnológica. Esto no le resta mérito, pero sí contextualiza su alcance real dentro del panorama energético nacional.
El verdadero desafío, más allá de la tecnología en sí, reside en la construcción de un ecosistema integral alrededor del hidrógeno verde. Una planta aislada, por más innovadora que sea, es como un barco sin puerto. Para que este proyecto florezca y se replique, se necesita con urgencia una estrategia nacional clara y de largo plazo. Dicha estrategia debe incluir, al menos, tres pilares fundamentales:
Primero, una política de estado robusta y apartidista. La transición energética no puede estar sujeta a los vaivenes sexenales. Se requiere una Ley de Fomento al Hidrógeno Verde que ofrezca certidumbre a los inversionistas, defina estándares de producción y establezca metas ambiciosas pero realistas de capacidad instalada para la próxima década. La actual falta de un marco regulatorio específico es una de las mayores barreras para atraer capital a gran escala.
Segundo, la integración con la infraestructura renovable existente y futura. El hidrógeno verde es tan limpio como la electricidad que consume. México tiene un potencial solar y eólico enorme, pero su desarrollo ha sido irregular y, en los últimos años, frenado por políticas contradictorias. Para producir hidrógeno verde a un precio competitivo, se necesita acceso a electricidad renovable abundante y barata. Esto implica reactivar y ampliar las subastas de energías limpias, desbloquear proyectos eólicos y solares retrasados, y fortalecer la red nacional de transmisión para llevar esa energía a donde se producirá el hidrógeno.
Tercero, la creación de demanda interna. De poco sirve producir hidrógeno si no hay quién lo compre. El Estado puede actuar como un catalizador crucial, impulsando proyectos piloto en sectores estratégicos. Por ejemplo, podrían modernizarse flotas de autobuses de transporte público para que funcionen con celdas de combustible de hidrógeno, o incentivarse a las grandes industrias a sustituir el gas natural con hidrógeno en sus procesos. Sin una demanda consolidada, el hidrógeno verde mexicano corre el riesgo de quedarse como un producto de nicho, sin la escala necesaria para abaratarse y volverse mainstream.
Más allá de los desafíos técnicos y económicos, existe también una dimensión social que no puede ignorarse. La transición energética debe ser justa. El desarrollo del hidrógeno verde no puede repetir los errores del pasado, donde proyectos energéticos generaron conflictos con comunidades locales por el uso de la tierra y el agua. La electrólisis es un proceso intensivo en consumo hídrico, un recurso particularmente sensible en muchas regiones de México. Cualquier proyecto futuro debe integrar desde su diseño planes de gestión sustentable del agua y mecanismos de beneficio claro para las poblaciones aledañas.
La inauguración de la planta en Querétaro es, en definitiva, una excelente noticia. Es un faro de innovación y una declaración de intenciones. Sin embargo, es solo la primera palabra de una historia muy larga que está por escribirse. Para que este embrión se convierta en una industria pujante, se necesita una visión de Estado, una inversión masiva y una coordinación ejemplar entre el sector público, el privado y la academia. El hidrógeno verde tiene el potencial de ser un pilar de la soberanía energética y la competitividad industrial de México. Ahora, la pelota está en el lado de nuestros tomadores de decisiones: ¿sabrán construir sobre este prometedor, cimiento?