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Impunidad selectiva: El teatro de la justicia que amenaza a México

Le impunidad en casos como Segalmex y el huachicol fiscal exhiben una justicia que no llega a los verdaderos responsables, erosionando la credibilidad del Estado.

Opinión
Hace 29 días

En el escenario de la justicia mexicana se presenta una obra repetitiva. Los reflectores se encienden sobre casos emblemáticos como Segalmex o el "huachicol fiscal", se anuncia con bombo y platillo la detención de decenas de implicados, y el gobierno declara, como hizo la presidenta Sheinbaum, que "no habrá impunidad". Sin embargo, cuando el telón se cierra, el público –la ciudadanía– percibe con desencanto que solo ha visto actores secundarios en el escenario, mientras los verdaderos directores de la obra permanecen entre bambalinas, protegidos por su poder e influencia. Esta impunidad selectiva no es un mal menor; es un cáncer que carcome la credibilidad del Estado y mina los cimientos de la gobernabilidad democrática.

El caso Segalmex y el llamado "huachicol fiscal" son el ejemplo más claro de este fenómeno. Según reportaron las autoridades, en el caso de Segalmex, hay 27 exfuncionarios presos y más órdenes de captura en curso por el desfalco de miles de millones de pesos destinados a programas alimentarios. Las cifras impresionan, pero la pregunta incómoda persiste: ¿dónde están los altos mandos, los operadores políticos, los cerebros financieros que orquestaron este saqueo monumental? La ciudadanía no es ingenua. Sabe que un desvío de esta magnitud y complejidad no puede ser obra exclusiva de funcionarios de nivel medio. La justicia que se detiene en los eslabones bajos de la cadena, por más numerosos que sean, es una justicia a medias, y una justicia a medias es, en esencia, una forma sofisticada de impunidad para los poderosos.  

El "huachicol fiscal", la evasión masiva de impuestos al combustible mediante contrabando, presenta el mismo patrón. El gobierno ha insistido en que "lo importante es que se actuó y no hay impunidad". Pero, ¿realmente no la hay? Las investigaciones periodísticas han revelado la sofisticada infraestructura del crimen: la "flota oscura" de buques, la infiltración en puertos, la compleja red de blanqueo de capitales. Sin embargo, las detenciones parecen concentrarse, una vez más, en los operadores logísticos, los capataces del delito. Los grandes beneficiarios financieros, los funcionarios cómplices en altos cargos que permiten que esta red opere con impunidad, parecen gozar de una impenetrable coraza.

Esta dinámica crea un doble estándar letal para la confianza ciudadana. Por un lado, el mensaje para el ciudadano común es claro: si cometes un delito, pagarás las consecuencias. Por otro, el mensaje para las élites políticas y económicas es igualmente claro: si tu poder es suficiente, el sistema te protegerá. Esta percepción de que existen dos clases de justicia –una para los de abajo y otra para los de arriba– es el caldo de cultivo perfecto para el cinismo, la desesperanza y la ilegitimidad.

Los riesgos para la gobernabilidad son enormes. Cuando la ciudadanía deja de creer en la imparcialidad de las instituciones, el contrato social se resquebraja. La autoridad del gobierno se debilita, porque su poder deja de derivar de la legitimidad y comienza a depender únicamente de la coerción. La promesa de un Estado de derecho se revela como una farsa, y la lealtad de los ciudadanos hacia las instituciones se erosiona. En el largo plazo, esto puede derivar en una espiral de ingobernabilidad: protestas sociales, desobediencia civil e, incluso, el surgimiento de formas de autodefensa y justicia paralela.

La lucha contra la corrupción no puede medirse por la cantidad de detenciones, sino por la jerarquía de los detenidos. Una estrategia anticorrupción seria y creíble debe estar dispuesta a seguir el rastro del dinero y del poder hasta sus últimas consecuencias, sin importar qué tan alto llegue. Debe investigar no solo a quien roba, sino a quien otorga las concesiones, a quien fija las políticas que facilitan el desvío, a quien encubre desde un escritorio con poder real.

México se encuentra en una encrucijada. Puede conformarse con un teatro de justicia, donde se procesa a peces pequeños para apaciguar la indignación social, mientras se mantiene intacto el sistema de impunidad que beneficia a los poderosos. O puede emprender la ruta difícil pero necesaria de una justicia verdadera, ciega e implacable, que no tema hincarle el diente a los "casos grandes" y llevarlos hasta sus últimas consecuencias.

La credibilidad del proyecto de nación está en juego. Cada caso emblemático que termina en la impunidad de sus principales arquitectos es un clavo más en el ataúd de la confianza ciudadana. Para reconstruirla, no bastan los discursos ni los espectáculos mediáticos. Se necesitan sentencias ejemplares, procesos transparentes y, sobre todo, la voluntad política de demostrar que en México la ley es igual para todos. Solo entonces la afirmación "no hay impunidad" dejará de ser un eslogan vacío y se convertirá en la piedra angular de una democracia verdadera.