Ir al contenido

Criminalización y descalificación de la protesta: El riesgo de un Gobierno que no escucha el descontento social.

Protesta social y democracia: Por qué criminalizar el descontento debilita al Estado.

Opinión
Hace 7 días

La escena fue reveladora: Palacio Nacional blindado con vallas metálicas, como si se preparara para un asedio militar, no para escuchar a sus ciudadanos. Las declaraciones de la presidenta Sheinbaum descalificando a los manifestantes de la Generación Z, y minimizando sus demandas, encapsulan una peligrosa tendencia que gana terreno: la criminalización del descontento social. Frente a la legítima indignación por la inseguridad, la corrupción y la opacidad, el gobierno parece estar optando por la vieja estrategia de pintar las protestas como amenazas en lugar de entenderlas como síntomas de un malestar profundo que merece atención, no desdén.

La marcha del 15 de noviembre no es un capricho juvenil ni ciudadano. Detrás de este movimiento hay doce demandas concretas y medibles, que cualquier gobierno serio debería atender: justicia por víctimas de la violencia, combate real a la corrupción, acceso a la educación y empleo digno, protección ambiental y transparencia gubernamental. Son exigencias de sentido común, no consignas radicales. Al reducirlas a un meme o a una moda pasajera, el poder no solo insulta la inteligencia de los jóvenes, esos jovenes que en 2018 y 2024 fueron piezas clave para que hoy estén en el poder, sino que revela su incomodidad ante una ciudadanía que ya no se conforma con promesas vacías. 

El blindaje de Palacio Nacional, es una metáfora poderosa de la mentalidad asediada que parece habitar al gobierno. En lugar de abrir puertas y dialogar, se erigen barreras físicas y retóricas. La seguridad de los gobernantes es importante, sí, pero cuando la protección se convierte en aislamiento, cuando las vallas separan físicamente a los gobernantes de los gobernados, se pierde algo esencial para la democracia: la conexión con la realidad del país al que se debe servir.

El mayor riesgo en esta estrategia es que el gobierno pretenda caer en el papel de víctima. En lugar de reconocer que la protesta surge de fallas reales en su gestión –la incapacidad para contener la violencia, los escándalos de corrupción que siguen salpicando, la opacidad en las decisiones–, podría optar por presentarse como el blanco de una campaña de desprestigio. Esta postura de víctima es profundamente antidemocrática porque invierte los papeles: quien debe rendir cuentas se presenta como perseguido, y quien exige transparencia es castigado como desestabilizador. 

Los participantes de la marcha y el movimiento han pedido expresamente que no se les desacredite. "Solo queremos paz", han declarado. Es una petición que debería avergonzar a cualquier autoridad. Cuando los ciudadanos tienen que aclarar que su movilización no es violenta, es porque desde el poder se ha insinuado precisamente lo contrario. Se está creando un clima donde disentir se equipara a ser enemigo de la patria, donde la crítica se confunde con sabotaje.

La historia mexicana está plagada de ejemplos de gobiernos que intentaron silenciar el malestar social con represión o descalificación. Y la historia también muestra cómo esas estrategias fracasaron en el largo plazo. El descontento, cuando es genuino, no se evapora con discursos paternalistas ni con operativos de contención. Se profundiza, se organiza y eventualmente encuentra cauces más disruptivos para expresarse.

La criminalización y descalificación de la protesta tiene un efecto corrosivo inmediato en la democracia. Envía el mensaje de que los canales institucionales para el desahogo social son insuficientes o están cerrados. Si marchar pacíficamente te convierte en blanco de desprecio oficial, ¿qué opciones quedan para hacerse escuchar? Esta dinámica puede radicalizar a los movimientos sociales y erosionar la ya frágil confianza en las instituciones.

La respuesta democrática ante la manifestación no debería haber sido el blindaje y la descalificación, sino la apertura de mesas de diálogo concretas. Un gobierno seguro de sí mismo y de su gestión no teme al escrutinio ciudadano. Por el contrario, lo ve como una oportunidad para corregir el rumbo, para reconectar con las necesidades reales de la población y para construir legitimidad.

La marcha y el descontento social no es una anomalía; es el síntoma de una sociedad que está despertando, que está encontrando nuevas formas de organización y expresión fuera de los cauces tradicionales. Son jóvenes que no cargan con los traumas del pasado político mexicano, pero que sí sufren sus consecuencias: la violencia que los rodea, la economía que no les ofrece futuro, la clase política que les genera desconfianza.

En lugar de verlos como adversarios, el gobierno debería reconocer en estos jóvenes a los aliados más valiosos para construir el México del futuro. Son la generación mejor educada, más conectada y más consciente de sus derechos que ha tenido el país. Desaprovechar esta energía ciudadana por miopía política no es solo un error táctico; es una traición al mandato de representar a todos los mexicanos.

La democracia no termina el día de la elección. Es un proceso continuo de rendición de cuentas, diálogo y construcción colectiva. Cuando un gobierno olvida esto y se atrinchera detrás de vallas y descalificaciones, no está protegiendo la estabilidad; está cavando su propia irrelevancia. El descontento con causa no es una crisis que deba contenerse, sino una oportunidad que debe escucharse. México merece un gobierno que no tema a su propia gente.