El anuncio del gobierno de la presidenta Claudia Sheinbaum sobre el nuevo precio de garantía para el maíz no solo no calmó los ánimos en el campo, sino que encendió la mecha de un conflicto que estaba latente. Los agricultores han tachado el acuerdo de "insulto", las tomas de casetas en diversos estados de la República persisten y advierten que su lucha "arreciará". Este desencuentro no es un simple desacuerdo sobre cifras; es el síntoma de una visión que, en su afán por controlar precios al consumidor, está sacrificando la viabilidad de los productores y, con ello, la verdadera soberanía alimentaria del país.
La oferta del gobierno de 6,050 pesos por tonelada de maíz, muy por debajo de los 7,200 pesos que exigen los productores, ignora por completo la cruda realidad de los costos de producción. Los campesinos señalan con razón que este precio ni siquiera les permite cubrir sus gastos, mucho menos obtener una ganancia que les garantice la subsistencia. Semillas, fertilizantes, combustible, mano de obra: todo ha aumentado de manera drástica en los últimos años. Fijar un precio por debajo del costo es condenar al campo a la quiebra lenta y a la migración forzada. Es una receta para el abandono de las parcelas, no para la soberanía alimentaria.
Las acciones de protesta, como las tomas de casetas y cierres de autopistas, no son actos vandálicos; son el grito de desesperación de un sector que se siente ignorado y menospreciado. Cuando un productor arriesga su libertad y su seguridad para bloquear una carretera, es porque ha agotado todas las vías institucionales y siente que no le queda nada que perder. Estas movilizaciones son la prueba más clara del fracaso del diálogo y de la sordera gubernamental. El gobierno confundió un monólogo con una negociación, y ahora cosecha el descontento que sembró.
El argumento oficial, no explicitado pero subyacente, es la necesidad de mantener precios bajos para la canasta básica y controlar la inflación. Es un cálculo político de corto plazo que pasa una factura enorme al largo plazo. ¿De qué sirve un maíz barato en la tortillería si en unos años no habrá suficiente producción nacional y dependeremos totalmente de las importaciones? La verdadera soberanía alimentaria no se mide por los precios bajos al consumidor en un momento dado, sino por la capacidad de un país para producir los alimentos que consume su población. Eso requiere de un campo fuerte, rentable y tecnificado, no de uno subsidiado y al borde de la extinción.
La política de precios de garantía, en teoría, es un instrumento poderoso para brindar certeza. Sin embargo, cuando el precio se fija de manera arbitraria, desconectada de los costos reales, se convierte en un instrumento de control, no de apoyo. El mensaje que se envía a los productores es devastador: su trabajo, su riesgo y su inversión no valen lo que cuestan. Por esa razón, los agricultores exigen una nueva negociación, pero lo que necesitan es un replanteamiento total de la política agroalimentaria.
La solución no pasa por un pulso de fuerza, donde el gobierno intenta doblegar a los productores con una oferta insuficiente y estos responden con protestas cada vez más radicales. Pasa por sentarse a construir una política de Estado para el campo, con una visión a 20 o 30 años. Esto implica precios realistas, apoyos a la productividad, combate a la especulación y una mayor inversión en infraestructura.
El campo mexicano no está pidiendo limosna; está exigiendo justicia. Está demandando ser tratado como el sector estratégico que es, la piedra angular de la seguridad nacional. Un país que no puede alimentar a su propia población es un país vulnerable. El gobierno de la presidenta Sheinbaum enfrenta una elección clara: puede escuchar el clamor legítimo de quienes siembran el alimento de México y construir con ellos una solución de fondo, o puede mantener la misma postura sin desgastarse en un conflicto estéril y presidir la lenta agonía del campo mexicano. La soberanía alimentaria no se decreta; se siembra, se cuida y se cosecha junto con los productores.