El asesinato del presidente municipal de Uruapan, Carlos Manzo, no es un crimen más en la larga lista de violencia política en México. Es un parteaguas. La ejecución, perpetrada por un pistolero suicida –un modus operandi más propio de Oriente Medio que de Michoacán– contra un presidente municipal en funciones, representa la culminación de una escalada que borra cualquier línea entre el crimen organizado y el narcoterrorismo. Según las investigaciones reportadas por los medios de comunicación, todo apunta a un poderoso cartel como autor intelectual, confirmando que la guerra no es solo por plazas, sino por el control absoluto del poder político local.
La sofisticación del ataque es aterradora y envía un mensaje calculado. El uso de un atacante, no es una táctica casual. Es una demostración de poder destinada a infundir un terror absoluto. El mensaje para otros alcaldes y funcionarios es claro: no hay esquema de seguridad, por más robusto que sea, que pueda protegerlos si el cartel decide eliminarlos. No se trata solo de matar; se trata de aniquilar cualquier sensación de seguridad y disuadir cualquier intento de resistencia.
La elección de la víctima no fue aleatoria. Uruapan es un nodo logístico estratégico en la ruta de las drogas y un bastión disputado ferozmente. Carlos Manzo, como revelan las investigaciones, no era un espectador pasivo, había denunciado amenazas y que, en sus propias palabras, se sentía "en la mira". Un alcalde que se niega a colaborar, que quizás intentaba mantener cierta autonomía para su gobierno, se convierte en un obstáculo que debe ser removido de la manera más espectacular y brutal posible. Su asesinato es una lección ejemplar para toda la clase política de la región: cooperación o muerte.
Este crimen evidencia la profunda infiltración del narcotráfico en las estructuras del Estado. No se puede planear un ataque de esta naturaleza sin inteligencia previa, sin vigilar los movimientos del alcalde y sin conocer las rutinas de su seguridad. Como señala El Financiero, la fiscalía de Michoacán ya cuenta con "varios elementos" que vinculan al poderoso CJNG. La pregunta incómoda que surge es: ¿hasta qué nivel de gobierno llegan los tentáculos de inteligencia del cartel? La capacidad para ejecutar un ataque tan preciso sugiere complicidad, omisión o penetración en alguno de los anillos de seguridad o información del estado.
El contexto de "distracción" que menciona el diario El País, refiriéndose a que el gobernador de Michoacán se encontraba en un evento lejos del estado, es un detalle simbólicamente potente. Mientras la autoridad estatal no estaba mirando, los criminales actuaron con impunidad. Es una metáfora del abandono y la vulnerabilidad en la que operan muchos gobiernos municipales, abandonados para enfrentar a un enemigo que tiene más recursos, mejor inteligencia y una crueldad sin límites.
La respuesta del Estado mexicano no puede ser la de siempre. No basta con condenar el hecho, ofrecer recompensas y desplegar operativos reactivos. El asesinato de Manzo exige un cambio de estrategia de seguridad nacional.
Primero, se debe reconocer que esto es narcoterrorismo. Esta categorización no es semántica; implica desplegar protocolos de contrainsurgencia, inteligencia financiera y protección a funcionarios de un nivel mucho más alto y especializado.
Segundo, es imperativo fortalecer de manera urgente y masiva los cuerpos de seguridad local con recursos federales, inteligencia compartida y salarios dignos que los hagan menos vulnerables a la corrupción. Un policía municipal mal pagado es un blanco fácil para la cooptación de un cartel.
Tercero, la protección a alcaldes debe ser reevaluada completamente. Los esquemas actuales son insuficientes frente a una amenaza de esta naturaleza. Se requieren protocolos federales, equipos especializados y una coordinación constante con las fuerzas armadas.
El asesinato de Carlos Manzo es un punto de no retorno. Demuestra que el crimen organizado ya no busca solo sobornar o coaccionar; está dispuesto a aniquilar físicamente a cualquier representante del Estado que se interponga en su camino, utilizando para ello métodos de terrorismo. Cruzaron una línea roja. La respuesta del Estado determinará si este crimen queda como un acto impune de barbarie o se convierte en el catalizador que obligue a una estrategia integral, real y efectiva para defender a la ciudadanía, principalmente, y también a la clase política. La democracia mexicana está bajo fuego directo, y su defensa exige más que discursos.