Veinticinco años no han opacado el rugido. Amores Perros, ese terremoto cinematográfico que en el 2000 anunció al mundo la llegada de un nuevo gigante del cine, conserva intacta su potencia narrativa y su capacidad para conmover. El filme que lanzó a la estratósfera a Alejandro González Iñárritu y al escritor Guillermo Arriaga no es solo una película; es un parteaguas, un antes y un después en la cinematografía mexicana que, según las reflexiones del propio director, tuvo como lección fundamental el "rigor".
Más allá de su estructura tripartita ingeniosa o su retrato crudo de una Ciudad de México hervidero de pasiones y asfalto, el legado perdurable de Amores Perros reside en esa disciplina férrea que Iñárritu identifica como su aprendizaje principal. El rigor no como una simple metodología de trabajo, sino como una postura ética ante el arte. Fue esa exigencia inclemente consigo mismo y con su equipo la que permitió tejer tres historias aparentemente distantes —un adolescente enamorado, una modelo lisiada, un vagabundo asesino— en un tapiz coherente y devastador sobre el amor, la pérdida y la casualidad brutal que gobierna nuestras vidas.
La película, como bien dice Nacha Pop en aquella inolvidable canción que forma parte del soundtrack de la película, representó una "lucha de gigantes": la fuerza creativa de Iñárritu chocando con la potencia literaria de Arriaga. De esa fricción creativa nació una chispa que incendió la escena cultural. Amores Perros no pedía permiso; tomaba por asalto los cánones establecidos y demostraba que se podía hacer cine de autor, profundamente mexicano en su esencia y universal en su alcance, sin concesiones al mercado internacional. Fue un acto de fe en la inteligencia del espectador y en el poder del lenguaje cinematográfico para explorar las capas más oscuras del alma humana.
Lo que hoy celebramos, más que un aniversario, es la validez de su apuesta. Las actuaciones de Gael García Bernal, Vanessa Bauche y Emilio Echevarría siguen siendo referentes de autenticidad. La fotografía de Rodrigo Prieto mantiene esa textura sucia y visceral que se ha convertido en el sello distintivo del realismo urbano mexicano. Cada plano, cada corte, cada sonido fue pensado con una minuciosidad que el tiempo no ha logrado desgastar.
Para el cine nacional, Amores Perros fue una liberación. Rompió el complejo de inferioridad que había perseguido a la industria durante décadas. Demostró que era posible competir en los grandes festivales y ganar, que las historias locales podían resonar en Cannes, en Hollywood y en todo el mundo. Abrió la puerta a una nueva generación de cineastas que ya no miraba hacia fuera en busca de validación, sino que excavaba en su propia realidad para encontrar un lenguaje único y poderoso.
Iñárritu tenía razón: el rigor fue la gran lección. Esa obstinación por no aceptar lo "suficientemente bueno", esa búsqueda implacable de la verdad en cada escena, es lo que ha convertido a Amores Perros en un clásico instantáneo y en un faro permanente. A un cuarto de siglo de su estruendosa llegada, su eco sigue enseñándonos que en el arte, como en la vida, la excelencia no es un destino, sino un camino que se recibe con trabajo obstinado y amor incondicional por el oficio. Su ladrido, confirmamos hoy, no se apaga.