El sorteo del Mundial 2026, celebrado con el show característico de la FIFA, dejó más claro que nunca que el fútbol moderno es tan producto de la narrativa mediática y los intereses comerciales como del deporte en sí. Desde el "reconocimiento" fabricado para Donald Trump hasta el protagonismo casi absoluto de Gianni Infantino y los grupos que parecen diseñados por un guionista de Hollywood, el evento demostró que en el fútbol global, el espectáculo y los intereses geopolíticos a menudo superan a la competitividad pura.
El momento más extraño de la ceremonia, ampliamente cubierto por medios de todo el mundo, fue sin duda la entrega de un trofeo especial a Donald Trump, reconociéndolo con el "Premio FIFA de la Paz" para el Mundial 2026. Este gesto, claramente político, evidenció la voluntad de la FIFA de congraciarse con una figura divisiva, reescribiendo la historia. Recordemos que la tercia de países anfitriones (Estados Unidos, México y Canadá) ganó la sede bajo la administración Obama, y la contribución de la administración Trump al proyecto fue, en el mejor de los casos, marginal. Este reconocimiento inventado no es más que un intento de la FIFA de asegurarse la cooperación política y comercial de todas las facciones en un país clave, priorizando el pragmatismo sobre cualquier principio.
Este episodio sirvió también para consolidar la era del "infantinismo". Gianni Infantino, presente en cada plano, dirigiendo el espectáculo y repartiendo sonrisas y reconocimientos, demostró ser el verdadero dueño del circo. Su gestión ha sido marcada por la expansión comercial y la centralización del poder, y el sorteo fue la culminación de este modelo: un evento global que gira en torno a su figura, donde hasta los presidentes de países anfitriones son instrumentos en su puesta en escena.
En cuanto al aspecto deportivo, los resultados del sorteo, fueron tan previsibles que casi carecieron de emoción. La Argentina de Lionel Messi, el gran atractivo comercial de la FIFA de Infantino, recibió un grupo que parece diseñado para asegurar su paso cómodo a la siguiente fase. Esto no es casualidad. La FIFA y las televisiones necesitan que las grandes estrellas y los equipos más populares avancen lo más lejos posible. Un Mundial sin Messi en fases decisivas sería un desastre de rating y de mercadotecnia. La competitividad pura a veces debe ceder ante la narrativa comercial.
Este "favoritismo" estadístico o fortuito hacia las potencias y los anfitriones no es nuevo, pero en esta edición expandida a 48 equipos, la sensación de que algunos grupos son significativamente más accesibles que otros es aún más marcada. Mientras algunas selecciones medianas se verán obligadas a librar batallas épicas desde la fase de grupos, otras parecen tener un billete casi asegurado a octavos. Esto despierta, inevitablemente, suspicacias sobre si el sorteo es tan aleatorio como se proclama, o si existen consideraciones extradeportivas que influyen en la conformación de los bombos y el desarrollo de la ceremonia.
El Mundial 2026, el primero con 48 equipos, ya nace con críticas sobre la posible dilución de la calidad y la excesiva comercialización. El sorteo no hizo nada para disipar estos temores; al contrario, los alimentó. Vimos una ceremonia más preocupada por crear momentos para las cámaras (el reconocimiento a Trump, las sonrisas de Infantino, la presencia de leyendas como decorado) que por generar emoción futbolística genuina.
El verdadero mensaje del sorteo fue claro: el fútbol moderno es un producto de entretenimiento global. Sus decisiones, desde los reconocimientos políticos hasta la disposición de los grupos, están subordinadas a una lógica comercial y de espectáculo. La competitividad justa y el azar puro son elementos valiosos, pero solo en la medida en que no interfieran con la narrativa más grande: la de un evento perfectamente empaquetado para maximizar audiencias, patrocinios y poder político.
Queda la esperanza de que, una vez que el balón ruede en junio de 2026, el fútbol recobre su esencia impredecible. Que las selecciones en teoría poderosas, demuestren que no necesitan ayuda, y que las supuestamente perjudicadas encuentren la forma de dar la sorpresa. Porque al final, a pesar de todo el show, los guiones predecibles y los reconocimientos inventados, la belleza del deporte reside en su capacidad para burlar todos los pronósticos y escribir sus propias historias. Ojalá el Mundial 2026 sea recordado por eso, y no por un sorteo que priorizó el espectáculo sobre el deporte.