La conmemoración, que rememora el brutal asesinato de las hermanas Mirabal el 25 de noviembre de 1960 por orden del dictador dominicano Rafael Trujillo, debería ser más que una fecha en el calendario: debería ser un recordatorio de la deuda histórica que tenemos como sociedad con la seguridad, la integridad y la vida de las mujeres. Sin embargo, en un país donde diez mujeres son asesinadas diariamente, según cifras oficiales, la conmemoración no puede quedarse en el simbolismo. Exige una reflexión profunda sobre por qué, a pesar de los avances legales y la mayor visibilidad del problema, la violencia feminicida no cede.
La importancia de esta fecha, radica en su origen: el sacrificio de Patria, Minerva y María Teresa Mirabal, conocidas como "Las Mariposas", se convirtió en el símbolo global de la resistencia femenina contra la opresión. Su historia nos recuerda que la violencia contra la mujer no es un problema privado o doméstico, sino una cuestión política y estructural que requiere una respuesta colectiva. En México, sin embargo, esta respuesta ha sido insuficiente, lenta y, en muchos casos, ineficaz.
La situación actual del país es desgarradora. Lejos de disminuir, la violencia contra las mujeres se ha recrudecido y diversificado. Ya no se manifiesta solo en el ámbito del hogar; ha inundado el espacio público, las escuelas, los centros de trabajo y el mundo digital. El feminicidio es la punta del iceberg de una cadena de violencias que incluye acoso callejero, violencia psicológica, económica, laboral y digital. Según datos del INEGI, más del 70% de las mujeres mexicanas ha enfrentado al menos un incidente de violencia a lo largo de su vida. Estas no son estadísticas abstractas; son madres, hijas, hermanas y amigas que cargan con el peso de un sistema que las revictimiza y les falla.
Uno de los mayores obstáculos en esta lucha es la normalización cultural de la violencia. Aunque las leyes han avanzado – con tipificaciones como el feminicidio y alertas de violencia de género –, persiste un sustrato machista que minimiza, justifica o incluso incentiva la agresión contra la mujer. Desde el "piropo" invasivo hasta el chiste misógino, hay una gradación de violencia que crea un ambiente permisivo donde las agresiones más graves pueden florecer. Combatir la violencia exige, por tanto, una transformación cultural profunda que debe iniciar en las familias y las escuelas, enseñando desde la infancia el respeto, la igualdad y el valor de la autonomía femenina.
El sistema de justicia mexicano sigue siendo una barrera casi infranqueable para las víctimas. La impunidad es la regla, no la excepción. Cuando una mujer decide denunciar, se enfrenta a un viacrucis de revictimización: desde ministerios públicos que le piden "regresar al otro día" porque "seguramente se reconciliarán", hasta peritajes mal realizados y procesos judiciales que se alargan por años. Esta impunidad envía un mensaje devastador: la violencia contra la mujer no tiene consecuencias graves. Mientras no exista certeza de que la justicia actuará con celeridad y rigor, el mensaje disuasorio será débil.
Las alertas de violencia de género, mecanismo creado precisamente para enfrentar emergencias en territorios con alta incidencia de violencia contra la mujer, han demostrado ser insuficientes. Su implementación ha sido irregular, con recursos limitados y, en muchos casos, sin una estrategia integral que ataque las causas estructurales del problema. No basta con declarar una alerta; se necesita un plan sostenido que incluya prevención, protección a víctimas, sanción a agresores y reparación del daño.
La pandemia de COVID-19 agravó dramáticamente la situación. El confinamiento forzó a miles de mujeres a encerrarse con sus agresores, limitando sus redes de apoyo y su acceso a servicios de ayuda. Las llamadas a líneas de emergencia se dispararon, pero la respuesta institucional no estuvo a la altura de la crisis. Este retroceso nos mostró cuán frágiles son los avances cuando no existen sistemas robustos de protección.
La solución no puede reducirse a una política de gobierno; debe ser una política de Estado. El 25 de noviembre no puede ser solo un día de marchas y consignas. Debe ser un recordatorio anual de que la deuda con las mujeres mexicanas es enorme y urgente. Cada feminicidio, cada agresión, es un fracaso colectivo. Honrar la memoria de las miles de víctimas en México, exige más que discursos. Exige acciones concretas, recursos suficientes y, sobre todo, la voluntad política y social para transformar una realidad que sigue arrebatándonos a nuestras mujeres. La violencia no es un destino inevitable, es el resultado de omisiones y tolerancias que, como sociedad, debemos erradicar ya.