Que 30 millones de personas en México estén trabajando más de 40 horas a la semana, según datos de la ENOE y publicados por El Economista, no es un indicador de productividad, sino un síntoma de un modelo laboral obsoleto que sacrifica el bienestar en el altar de una presunta rentabilidad. El debate sobre la reducción de la jornada laboral a 40 horas semanales, que gana fuerza en el Congreso, es mucho más que una discusión numérica; es una oportunidad histórica para modernizar la economía mexicana, mejorar la calidad de vida de los trabajadores y, paradójicamente, aumentar la competitividad del país.
La resistencia a este cambio suele basarse en mitos económicos. Se argumenta que perjudicará a las empresas, especialmente a las PyMEs, y que reducirá la producción. Sin embargo, la evidencia internacional demuestra lo contrario. Países como Alemania, con jornadas promedio menores a las 40 horas, tienen una productividad por hora trabajada muy superior a la mexicana. El secreto no está en la cantidad de horas presentes en el trabajo, sino en la calidad y eficiencia de esas horas. Un trabajador exhausto, con estrés crónico y sin tiempo para descansar, estudiar o convivir con su familia, es inherentemente menos productivo. La fatiga es enemiga de la innovación y la creatividad.
El contraste con otras naciones es aleccionador. Como reporta El Imparcial, en Rusia está prohibido por ley exceder las 40 horas semanales y los trabajadores obtienen 28 días de vacaciones pagadas después de solo seis meses de trabajo. Mientras tanto, en México, la ley federal del trabajo establece 48 horas y solo seis días de vacaciones tras el primer año, aumentando de manera paulatina. Esta comparación no es para abogar por copiar el modelo ruso, sino para evidenciar lo radicalmente desconectado que está México de los estándares laborales modernos. Nos debatimos en si dar un paso modesto hacia las 40 horas, cuando gran parte del mundo desarrollado ya explora modelos de 4 días a la semana.
Los beneficios de la reducción trascienden lo individual. Una jornada de 40 horas tendría un impacto positivo en la salud pública, al reducir el estrés y las enfermedades relacionadas con el desgaste laboral. Se haría más dinámica la economía local, pues las personas con tiempo libre consumen bienes y servicios culturales, deportivos y de esparcimiento. Fortalecería a las familias y las comunidades, al permitir una conciliación real entre la vida laboral y personal. Incluso sería un gran impulso para la equidad de género, al facilitar una distribución más justa de las labores domésticas y de cuidado, que hoy recaen desproporcionadamente sobre las mujeres.
Para las empresas, la transición requiere una reorganización inteligente, no un simple recorte de horarios. Implica invertir en capacitación, optimizar procesos y fomentar una cultura de resultados, no de presencia. Como señala Expansión, la implementación debe ser gradual y con apoyos fiscales para las PyMEs. Pero el premio es una plantilla más motivada, con menor rotación y absentismo, por ende, más leal y comprometida.
La objeción de que "México no está listo" es un argumento circular y derrotista. Ningún país estaba listo antes de implementar sus grandes reformas laborales. Se preparó, se legisló y se avanzó. Esperar a que la productividad aumente para luego reducir la jornada es poner el carro delante de los caballos. La nueva jornada puede ser, de hecho, el catalizador que impulse las ganancias de eficiencia que tanto necesitamos.
Los 30 millones de mexicanos que trabajan en exceso no son una estadística. Son padres y madres que no ven a sus hijos, son jóvenes sin tiempo para estudiar, son ciudadanos sin energía para participar en su comunidad. Reducir la jornada laboral es una reforma de dignidad. Es reconocer que el trabajo es un medio para vivir, no la vida en sí misma. Es ponerse a la vanguardia, no para seguir tendencias, sino para construir una sociedad más sana, justa y, en el largo plazo, mucho más próspera. El momento de saldar esta deuda histórica con los trabajadores de México es ahora.