El Sahel, esa vasta franja semiárida que se extiende como un cinturón de 5,400 kilómetros al sur del desierto del Sahara, es mucho más que una simple zona geográfica de transición. Esta región, que abarca países como Senegal, Mauritania, Malí, Burkina Faso, Níger, Chad, Sudán y Eritrea, se ha convertido en un trágico epicentro de crisis humanitarias, conflictos armados y rivalidades geopolíticas que trascienden sus fronteras. Su ubicación estratégica, entre el norte de África y el África subsahariana, la convierte en un cruce de caminos donde convergen desesperación, intereses económicos y luchas por el poder.
Las características naturales del Sahel son el preludio de su vulnerabilidad. Se trata de una región de clima semiárido, con una breve e irregular estación de lluvias y paisajes dominados por vegetación resistente a la sequía, como acacias y baobabs. Este frágil ecosistema sufre una desertificación acelerada, agravada por el cambio climático, la sobreexplotación de recursos y el crecimiento demográfico. La degradación del suelo reduce las tierras cultivables y los pastos, intensificando históricas tensiones entre comunidades agrícolas y pastorales que compiten por recursos cada vez más escasos como el agua y la tierra fértil. Esta lucha por la supervivencia se desarrolla en un contexto de pobreza extrema, donde aproximadamente el 65% de la población vive bajo el umbral de la pobreza y casi dos tercios son menores de 25 años con oportunidades limitadas.
Sobre este terreno fértil para el descontento ha crecido un conflicto multidimensional y devastador. El Sahel se ha erigido como la región con "más muertes por terrorismo" del mundo, concentrando en 2024 el 51% de estos fallecimientos a nivel global. Grupos yihadistas como la filial del Estado Islámico en el Sahel y Jama'at Nusrat al Islam wal Muslimeen (JNIM), vinculado a Al Qaeda, han aprovechado el vacío de poder en zonas remotas, la debilidad de las instituciones estatales y las tensiones intercomunitarias para expandir su control territorial e influencia. Su capacidad para financiarse mediante actividades ilícitas, como el secuestro, el narcotráfico y la explotación de minas de oro artesanales, les ha permitido consolidarse. La inestabilidad política endémica, evidenciada por la oleada de golpes de Estado desde 2020 que ha instalado juntas militares en Malí, Burkina Faso y Níger, no ha logrado revertir esta inseguridad, que más bien se ha agravado.
La complejidad del escenario se multiplica con la intervención de actores regionales y extra-regionales, cuyas rivalidades y estrategias se superponen en el territorio saheliano. Tradicionalmente, países magrebíes como Argelia y Libia han ejercido una influencia política, actuando como mediadores, particularmente en la espinosa "cuestión tuareg" en el norte de Malí. Marruecos, por su parte, ha desplegado una diplomacia singular basada en la persuasión religiosa y económica, promoviendo un islam moderado a través de la formación de imanes y expandiendo sus inversiones comerciales y en telecomunicaciones por la región.
Sin embargo, la dinámica más transformadora en los últimos años ha sido la creciente presencia e influencia de potencias no africanas, especialmente Rusia y la Unión Europea (UE), cuyos enfoques contrastan profundamente. La UE ha priorizado la estabilidad del Sahel por múltiples razones estratégicas: controlar los flujos migratorios hacia Europa, combatir el terrorismo yihadista y asegurar el acceso a recursos naturales críticos, como el uranio de Níger. No obstante, su estrategia, articulada en torno al desarrollo, la gobernanza y la seguridad, ha sido criticada por su marcado desequilibrio hacia la bursatilización. Entre 2015 y 2022, el 68% de los fondos del Fondo Fiduciario UE-África para la región se destinaron a seguridad y control migratorio, relegando a un segundo plano la cooperación estructural y el desarrollo. Este enfoque, percibido a veces como condescendiente o neocolonial por su condicionalidad en materia de derechos humanos y buen gobierno, ha contribuido a un distanciamiento con los nuevos gobiernos militares.
Frente a este modelo, Rusia ha emergido como un socio alternativo atractivo para las juntas de Malí, Burkina Faso y Níger, países que formaron la Alianza de Estados del Sahel (AES). La oferta rusa, ejecutada a través de grupos como el Africa Corps (antes Wagner), es simple y directa: respaldo político incondicional y apoyo militar (entrenamiento, suministro de armas y hasta una fuerza conjunta) a cambio de acceso privilegiado y opaco a los recursos estratégicos. Esta relación pragmática ha permitido a empresas rusas, como Rosatóm, sustituir a compañías europeas en la explotación de yacimientos de uranio y oro. La narrativa rusa, que enfatiza la soberanía nacional y un discurso abiertamente anticolonial, resuena entre élites políticas locales frustradas con Occidente. Este giro geopolítico se ve complementado por el papel de China, que, sin inmiscuirse directamente en asuntos de seguridad, ofrece una alternativa de desarrollo mediante grandes inversiones en infraestructuras sin exigir reformas políticas, como parte de su Iniciativa de la Franja y la Ruta. La Franja Económica de la estrategia pretende construir y ampliar las rutas terrestres para las personas y el comercio a través de Europa, Oriente Medio, Asia Central y Asia. Por su parte, el componente de la Ruta Marítima consiste en planes para ampliar las rutas marítimas a través de Asia Oriental, Asia Meridional, Oriente Medio y África.
En conclusión, el Sahel es hoy un microcosmos de los mayores desafíos globales: el cambio climático, la pobreza extrema, el terrorismo transnacional y la competencia entre grandes potencias. La tragedia de la región reside en que su pueblo, atrapado entre la violencia yihadista, la represión estatal y la degradación ambiental, se ha convertido en moneda de cambio en un tablero geopolítico. Una solución duradera exigiría anteponer las necesidades humanas de desarrollo, justicia y oportunidades para su joven población a los intereses estratégicos externos. Mientras la comunidad internacional, ya sea desde Bruselas, Moscú o Pekín, siga viendo el Sahel principalmente a través del prisma de su propia seguridad o de su avidez por los recursos, el ciclo de inestabilidad y sufrimiento parece condenado a perpetuarse. El futuro de esta crucial franja de África depende de si los actores locales e internacionales logran redefinir una cooperación genuina que revierta la lógica actual de conflicto y competencia.