La imagen del sarcófago de Chernóbil, esa cicatriz de acero y hormigón sobre el peor accidente nuclear civil de la historia, perforado y "sin función protectora" tras un ataque con drones, es una de las noticias más ominosas de estos tiempos ya de por sí convulsos. Según confirma un informe técnico de la ONU, el impacto ha comprometido gravemente la estructura. No se trata de un simple daño material; es el violento despertar de un monstruo que creímos confinado, con implicaciones que, arrastradas por los vientos, podrían extenderse mucho más allá de las fronteras de Ucrania.
El contexto es el de un escenario de guerra. Rusia ocupa la zona de exclusión desde 2022 y, en medio de los combates, la instalación ha sufrido daños previos y cortes de energía. Pero este último incidente marca un peligroso punto de inflexión. La Agencia Internacional de Energía Atómica (OIEA) ha sido clara: aunque no hay indicios de una liberación inmediata y masiva de materiales radiactivos, la pérdida de la contención estructural es un evento de máxima gravedad. El sarcófago, la "Nueva Cubierta de Seguridad", fue diseñado precisamente para aislar el reactor siniestrado número 4 y el magma radiactivo en su interior durante un siglo. Su violación nos coloca en un precipicio.
La pregunta urgente es: si una nueva nube de partículas radiactivas escapara, ¿hacia dónde iría? La respuesta está en los patrones meteorológicos de Europa del Este. La radiación no conoce de pactos políticos ni líneas del frente. Su dispersión depende enteramente de la dirección y fuerza del viento en el momento de una eventual fuga.
Un viento predominante del este o noreste llevaría la contaminación directamente sobre Bielorrusia, el país que, junto a Ucrania, más sufrió en 1986, y hacia los estados bálticos: Lituania, Letonia y Estonia. Una corriente del sureste podría afectar regiones de Polonia y Eslovaquia. Sin embargo, los patrones más preocupantes para una afectación amplia son los vientos del sur o suroeste, que podrían transportar material hacia el corazón de Europa: sobre Rumanía, Hungría, Austria, y, en un escenario de mayor alcance, hacia Eslovenia, el norte de Italia e incluso el sur de Alemania. Un viento del norte, menos frecuente, dirigiría el peligro hacia Rusia y las regiones árticas.
No se trata de alarmismo infundado, sino de recordar una lección geofísica que Chernóbil ya nos enseñó. En 1986, partículas de cesio-137 y yodo-131 fueron detectadas desde Escandinavia hasta Grecia, con focos de alta contaminación en lugares tan distantes como los Alpes o partes de Reino Unido. La nube no respetó fronteras. Hoy, aunque el inventario radiactivo dentro del sarcófago es una fracción del original, sigue siendo inmenso y peligrosísimo. Una nueva liberación, incluso limitada, sembraría el pánico, forzaría restricciones alimentarias y supondría un costo humano y económico incalculable para naciones que ya no son meros observadores de una tragedia lejana, sino potenciales blancos secundarios de una catástrofe ambiental en cadena.
Este no es solo un problema ucraniano. Es una crisis de seguridad europea y global. La comunidad internacional no puede permitir que un sitio de semejante peligrosidad se convierta en un rehén o un objetivo bélico. La demanda de un acceso seguro e inmediato para inspecciones y reparaciones técnicas neutrales, bajo los auspicios del OIEA, debe ser unánime y contundente. Chernóbil es una herida de la humanidad. Su reapertura nos amenaza a todos, recordándonos que, en nuestra interdependencia ecológica, la frontera más frágil es la atmósfera que compartimos.